Verdadero Dios y verdadero hombre
Cuando me acerco a contemplar la
Cruz de Nuestro Señor no dejo de pensar en estas dos naturalezas, verdadero
hombre y verdadero Dios. Como hombre, hallo lo creo que es imposible de
alcanzar, ya no como un ideal romántico, sino como expresión viva. Se puede
amar más allá del rechazo y de dolor, se puede ser perfecto como el Padre es
perfecto, pues se ha entregado por voluntad, una voluntad que no se quiebra
siendo enteramente humana cuando dice “Padre, ¿por qué me has abandonado?”,
frase del antiguo testamento que Cristo exhala para cumplirlo todo, para
recordarnos que también nació de mujer, que quiso hacerse uno de nosotros, una
condición caída que se levanta ahora en el madero de la Cruz, en todo su
esplendor, en la expresión más profunda del amor. De esta manera podemos
acompañar a Cristo crucificado, experimentando un poco de esa cruz todos los
días cuando por amor sufrimos dando lo que tenemos aunque sea poco, aunque sea
nada. Por eso es esencial y trascendente volver la mirada a María, para que
nuestro ser humano sea como el de Cristo, para parecernos más a Él, como los
hijos se parecen a su madre.
Después de escuchar la frase “desde
que el amor fue crucificado, no se puede entender el amor sin sacrificio”, tuve
que guardarla para todos mis días como moneda de cambio. A partir de ella,
trato de entender el misterio del dolor humano y cómo Dios nos habla
especialmente a nosotros, cuya única dimensión posible es el amor, como lo
decía S. Juan Pablo II. Cristo aprendió la voluntad del Padre en el sufrimiento,
siendo hombre debía mostrarnos este camino. Cuánto más para los que no tenemos
el corazón humano de Cristo, para los que Dios tiene que esculpir entre
afiladas piedras.
Descubrir que Dios está en la
Cruz me derrumba. No alcanzo a comprender si quiera un poco de todo lo que hay delante
de mí. El autor de todo se ha dejado llevar por el suplicio de los hombres.
Padeció el escarnio, las injusticias, el abandono, la violencia humana para revelarnos
que es el amor, que se entrega para salvación de no de todos, de cada uno de
nosotros. Ni las mitologías más elaboradas en la imaginación humana, las
deidades de este mundo, las ideologías más avanzadas o los caminos de
iluminación más esforzados pudieron concebir tal acto. Todas ellas empequeñecen
ante la Cruz. Solo Dios mismo podía relevar este misterio, solo Él podía
mostrarnos su corazón.
Nuestra condición es la de Pedro,
cuando niega al Señor tres veces a pesar de haber jurado que lo acompañaría.
También es la condición del discípulo amado, que está junto a María contemplando
la Cruz. Somos el propósito de la entrega del verdadero hombre y del verdadero
Dios, “porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que
todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna”. Así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario